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TEATRO


El teatro del Príncipe (Español desde 1850), restaurado en 1806 y con una capacidad para 1.200 personas, y el teatro de la Cruz (del Drama desde 1849), más popular y con un aforo cercano a los 1.2500 espectadores, fueron los dos únicos escenarios consolidados con que contó Madrid hasta la inauguración del teatro del Circo o de la Ópera (1834). A ellos se sumaría el del Liceo (1838) y, poco después, el de Variedades (1843). Todos eran propiedad del Ayuntamiento, que los arrendaba a un empresario, destinando parte de los beneficios a obras de caridad.

Las representaciones se sucedían entre tres y ocho días de media en funciones que solían durar unas cuatro horas, incluidos los bailes y sainetes. Los repertorios incluían traducciones (casi un 60%), refundiciones, óperas, comedias de magia, comedias neoclásicas, etc., además de dramas románticos propiamente dichos. Los actores solían carecer de preparación, los vestuarios eran anacrónicos, los textos podían alterarse. Destacaron, de todos modos, Carlos Latorre, Julián Romea y su esposa, Matilde Díez, así como Concepción Rodríguez o las hermanas Bárbara y Teodora Lamadrid.

Debe destacarse, en el campo empresarial, la actividad de Juan Grimaldi. Llegado con las tropas al mando el duque de Angulema, Grimaldi se convirtió pronto en director del teatro del Príncipe, desde el que mejoró las condiciones de trabajo de los actores y su preparación, ayudando, además, a jóvenes autores. Modernizó, por otra parte, la tramoya, la iluminación y la escenografía con ayuda de especialistas, como Juan Blanchard, Lucas Gandaglia o Ángel Palmerani.

Una comisión creada en 1833, compuesta por Quintana, Martínez de la Rosa y Lista, propuso, sin éxito, suprimir la censura eclesiástica y organizar una empresa teatral con capital privado. En 1847 se organizó una Junta para la redacción del decreto que regularía los derechos de autores, actores y empresarios, la reclasificación de los teatros madrileños y la creación de uno de titularidad estatal y subvencionado, el teatro Español, mediante la reorganización del antiguo teatro del Príncipe. Ese mismo año Hartzenbusch fundó la Sociedad Española de Autores Dramáticos. No fue, sin embargo, hasta febrero de 1849 cuando se procedió a la reorganización de los teatros del reino, un mes antes de que se publicara el decreto del marqués de Santa Cruz, por el que establecía la creación de un Teatro Español.

EL TARDOCLASICISMO

La comedia neoclásica


El impacto generado en 1806 a raíz de la representación de El sí de las niñas, el clásico de Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), tardó en apagarse. Durante toda la primera mitad del siglo una ingente cantidad de obras y autores siguieron su exitosa estela y su modelo, basado, por un lado, en el respeto a las reglas clásicas de decoro, verosimilitud y moderación y, por otro, en su declarado talante pedagógico, movido por la defensa de la virtud y la censura del vicio, especialmente en lo que tocaba a cuestiones relacionadas con la juventud, su educación y su libertad. Muchos de los autores que luego dieron a las tablas clásicos del drama romántico comenzaron en esta misma línea.

Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), jurista precoz en la Universidad de Granada (a sus 18 años era ya catedrático de Derecho Civil), fue elegido en 1813 diputado por Granada. Su hábil sátira del arribismo político, ¡Lo que puede un empleo! (1812), fue seguida de La niña en casa y la madre en la máscara (1821), de obvio corte moratiniano y perfectamente adaptada al canon neoclásico, en la que volvía sobre el tema de la educación juvenil.

Francisco de Paul Martí (1762-1827) es otro buen representante de la impronta moratiniana, evidente en La Constitución vindicada (1813).

Fernando José Cagigal (1765-1824) fue autor de varias comedias de costumbres de corte neoclásico, como El matrimonio tratado (1817), avidente remedo de El sí de las niñas. Otras, como La sociedad sin máscara (1818), La educación (1818) o Los perezosos (1819), no pasan de ser bienintencionados intentos de reforma ilustrada a través de las tablas teatrales, aunque sin excesiva calidad literaria.

Manuel Eduardo de Gorostiza (1789-1851), un autor a medio camino entre el estilo de Moratín y el de Bretón de Herreros, llevó a los escenarios Indulgencia para todos (1818), que fue seguida de Don Dieguito (1820), una sátira sobre los petrimetres, tal vez su mejor obra. Más de circunstancias y adaptadas a las exigencias políticas del momento, son Virtud y patriotismo o el 1º de enero de 1820 (1821) o Una noche de alarma en Madrid (1821).

Javier de Burgos (1778-1849) sigue también los esquemas moratinianos en Los tres iguales (1818, pero estrenada en 1827), inspirada en las obras del Siglo de Oro, aunque adaptada a las reglas neoclásicas. Menos trascendencia tuvo El baile de máscaras (1823).

Antonio Gil y Zárate (1763-1861) es autor de algunas comedias no excesivamente destacadas, como El entrometido o las máscaras (1825), Cuidado con los novios (1826), Un año después de la boda (1826) o El día más feliz de la vida (1832).

Eugenio de Tapia (1776-1860) es autor de dos comedias de filiación moratiniana, La madrastra (1831) y Amar desconfiando o la soltera suspicaz (1832).

Ventura de la Vega (1807-1865), autor de una primeriza Virtud y reconocimiento (1824), es más conocido por El plan de un drama o la conspiración (1835), escrita junto a Bretón de Herreros, o por 1835 y 1836, o lo que es y lo que será (1835), ésta junto a Grimaldi y Bretón de Herreros. De todos modos, quizás lo más destacado de su producción sea El hombre de mundo (1845), en la que, siguiendo modelos moratinianos y con un escrupuloso respeto a las reglas clásicas, abre camino hacia la alta comedia. Homenaje declarado a su maestro Moratín fue La crítica de El sí de las niñas (1848).

José de Espronceda (1808-1842) escribió, junto a Ros de Olano, la mal trabada Ni el tío ni el sobrino (1834), también en la línea de las obras de Leandro Fernández de Moratín.

De José García Villalta (1801-1846) es la no muy lograda comedia Los amoríos de 1790 (1838).

La tragedia neoclásica


Confundida frecuentemente con el drama histórico, la tragedia de corte neoclásico consiguió perdurar hasta la década de 1860. Junto a las traducciones de tragedias francesas e italianas, la producción de obras dramáticas que todavía se atenían a la poética aristotélica fue una constante bajo el reinado de Fernando VII y aún después, mientras los teóricos discutían en diversas poéticas la posibilidad de admitir o no al drama, especialmente el drama histórico, como género independiente de la tragedia y de la comedia, sobre todo en lo referente a la polémica cuestión de las unidades.

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas (1791-1865) tuvo una evolución que le llevó desde el terreno de lo trágico al de lo dramático. Su etapa de aprendizaje arranca con obras como Ataulfo (1814) o Doña Blanca, desgraciadamente perdida. Aunque Aliatar (1816) contiene ya elementos románticos (la pasión como móvil, un destino adverso, ironía), su sensibilidad continuó moviéndose dentro de los parámetros clásicos, al igual que ocurre con El duque de Aquitania (1817), de Juan Eugenio Hartzenbuch. Su evolución hacia el romanticismo es más evidente a partir de Malek-Adhel (1818) y Lanuza (1822).

Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) es autor de una interesante tragedia neoclásica, La viuda de Padilla (1812), en la que, no obstante, se pueden rastrear ya algunos notables elementos románticos, como el conflicto entre el sentido del honor y el amor a la libertad que afecta a la heroína, el destino adverso o el suicidio final. Rasgos anunciadores de lo romántico, en especial la búsqueda enconada de la libertad, se pueden observar también en Morayma (1818, no estrenada); en la muy colorista Aben Humeya (1823); y, sobre todo, en Edipo (1832), una obra de clara transición al romanticismo.

En la producción de José de Espronceda no destaca precisamente su tragedia Blanca de Borbón (1831), con elementos románticos, pero todavía laxamente respetuosa con las reglas de las unidades.

José M.ª Díaz (1800-1888) es autor de la tragedia Elvira de Albornoz (1836), cuyos ingredientes románticos desaparecieron en las posteriores Julio César (1843), Lucio Junio Bruto (1844), Catilina (1856) o Jefté (1845), ésta ultima de tema bíblico.

Antonio Gil y Zárate (1763-1861) escribió una de las mejores tragedias del momento, Blanca de Borbón (1829/1835), de mayor éxito que su Don Rodrigo, que nunca llegó a representarse.

Patricio de la Escosura (1807-1878) es autor de La corte del buen retiro (1837) y también de Bárbara Blomberg (1837), obra de transición al romanticismo, por su presentación de conflictos entre deber y querer en un marco histórico, aunque sin que ello le llevara a alterar las prescripciones formales del clasicismo imperante.

José Zorrilla (1817-1893) siguió también las pautas clásicas en dos tragedias poco llamativas, Sancho García (1842) y Sofronia (1866).

Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) utilizó el marco formal de la tragedia clásica para insertar su personal romanticismo religioso en obras como Alfonso Munio (1844), pero sobre todo en otras dos de tema bíblico: Saúl (1849) y Baltasar (1858).

Manuel Tamayo y Baus (1829-1898) hizo en Virginia (1853) un buen intento de modernizar y adaptar a los tiempos la fórmula de la tragedia.

Vano intento de oponerse a la estética romántica es La muerte de César (1862), de Ventura de la Vega (1807-1865), tradicionalmente considerada como el canto de cisne de la tragedia clásica española.

EL ROMANTICISMO PLENO

El drama romántico


El drama romántico español se nutre fundamentalmente de las innovaciones procedentes de teatro barroco español, inspirado directamente por la visión schlegelliana del teatro de Calderón, que habían publicitado los Böhl de Faber, aunque también de la más reciente dramaturgia francesa, a pesar del acendrado nacionalismo -tanto vale decir aquí galofobia-, que destilan las aseveraciones programáticas vertidas por Agustín Durán en su muy divulgado Discurso (1828). La aceptación de la radical historicidad de la obra literaria, su necesaria inserción en la continuidad secular de una tradición nacional, constituía el centro de su novedoso planteamiento. Las obras que alumbraron los años 1834-1837 generaron, más que una fórmula unívoca, una panoplia de recursos testados y aprobados. Entre ellos cabe señalar, en lo formal, la asimetría compositiva, la alternancia de prosa y verso, la búsqueda de la naturalidad expresiva o la fluida disposición de la trama en unidades escénicas. En el plano de los contenidos las claves del drama histórico han de buscarse, por un lado, en la caracterización psicológicamente más densa de los personajes heroicos, a menudo de oscura extracción social, frente a la rigidez social y moral de las figuras de autoridad, pero sobre todo en la tensión entre historia nacional y la actualidad de los conflictos que provocaban los emergentes nuevos valores, por lo general enfrentados a los expresados en el teatro clásico y a la convencional moral establecida. Son representativos de estas preocupaciones temas recurrentes, como los de la autoridad paterna o el contenido del honor, así como el balance en la dicotomía verdad histórica/verdad poética, que abrían vía libre a la introducción copiosa de elementos fantásticos y hasta oníricos procedentes de las exitosas comedias de magia.

Hay que tener en cuenta que la efectividad del drama romántico en su objetivo básico de conmover al público se basaba en los modos de recepción que hasta entonces se había dispensado al teatro neoclásico. Los dramas románticos funcionaban, de hecho, como melodramas neoclásicos invertidos. En aquellos, la desesperación, lejos de ser compensada por un final feliz, era el pago a la ilusión vana de una felicidad anunciada, tanto en el terreno de lo personal, en el amor; como en el de lo político, en la liberación de los pueblos. En el drama romántico el impacto se basaba en negar al héroe aquello que, sin embargo, el publico, inducido por el autor, creía que aquel merecía. La tensión se mantenía así por este juego de promesas constantemente diferidas y sistemáticamente incumplidas, que reducían cualquier búsqueda a la desolación. El héroe continúa siendo héroe, pero la secuencia emocional y moral por la que pasa quedaba completamente subvertida respecto al melodrama clásico al cerrase con un final que resultaba ser tanto más trágico por el injusto absurdo que implicaba. La ironía aparecía entonces como el único residuo dejado, en su ausencia, por la Providencia.

Donde mejor se condensan las características del drama romántico español es en el drama histórico, dominado por la reformulación de un pasado, no cual se suponía que podía haber sido en sí mismo, sino como deliberada interpretación movida por las preocupaciones del presente. En determinadas ocasiones esta evocación del pasado constituía un mero erudito ejercicio de estilo destinado a servir de marco al tema central de la obra. Así ocurrió sobre todo a partir de mediados de siglo, cuando el drama histórico, despojado de sus compromisos iniciales, se hizo cada vez más políticamente inocuo para el moderantismo hegemónico, decayendo en una sucesión de prácticas de erudición, a pesar de los posteriores intentos por reavivar el género de Tamayo y Baus o de López de Ayala.

Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), autor de formación neoclásica, buen conocedor del teatro del Siglo de Oro, estrenó el 23 de abril de 1834 La conjuración de Venecia, escrita unos años antes (1830) y considerada tradicionalmente como el primer drama plenamente romántico de la dramaturgia española. Su inmediato éxito tuvo mucho que ver con sus escenarios grandilocuentes y sus elementos melodramáticos, derivados de la literatura gótica; pero sobre todo con esa síntesis de elementos que serán típicos del drama romántico: la ambientación histórica, la historia de un amor fracasado enfrentado a la opresión política y ese final pesimista e irónico, que cuestiona la existencia misma de una Providencia ordenadora de la existencia, para presentar un mundo abandonado por Dios, donde las plegarias de la protagonista, Laura, son desoídas y, Rugiero, el protagonista, es condenado a muerte por un padre cruel. Por ello, la obra se presenta, a juicio de no pocos críticos, como una gran metáfora de la condición humana, dominada por la búsqueda fracasada de la libertad como tema principal de una obra protagonizada por una prefiguración del héroe romántico, criado como un buen salvaje por piratas, es decir al margen de las convenciones sociales, por un inocente.

El Macías (1834) de Mariano José de Larra, crítico y traductor de algunos dramas franceses, es una obra de estructura formal poco innovadora, respetuosa con las unidades clásicas y basada en la misma leyenda tradicional sobre un trovador ya dramatizada por Lope de Vega en Porfiar hasta morir, lo que le acercaba a las tradicionales refundiciones. Como La conjuración de Venecia, Macías muestra, de nuevo, cómo la pugna del amor contra un destino adverso está irremediablemente abocada al fracaso y, tras él, a la muerte. La obra, en ese sentido, es también una metáfora de la condición humana. En la obra Macías, el joven y apasionado protagonista, se rebela en vano contra la autoridad instituida, quedando a merced de una injusticia metafísica, que trasciende más allá de todo límite la mera injusticia social y convierte al héroe en una víctima del cosmos. En este sentido, el héroe romántico nunca puede luchar, sólo puede sufrir y, al final, cuando el dolor es insoportable, morir, destino preferible al destino mismo. La única alternativa es el amor. El amor y no la libertad aparece en Macías, más allá del lazo puramente convencional del matrimonio, como único soporte existencial.

Estrenada en 1835 y escrita durante la última etapa de su exilio francés bajo la inspiración de Les âmes du Purgatorio, que su autor, Merimée, sitúa en España, Don Álvaro o la fuerza del sino, de Ángel de Saavedra, Duque de Rivas es una obra que integra elementos formales definitivamente románticos, desde ese efectismo escenográfico que le acercaba a las obras "de espectáculo" a la mezcla de verso y prosa al margen de los cánones clásicos de propiedad y adecuación. Su tema central es también genuinamente romántico, la fatalidad, el destino, el caos de una vida sin sentido, sin orden providencial alguno susceptible de ser controlado, no regido por ningún designio inteligible y ante el que, por tanto, resulta inútil recurrir, como pobre tabla de salvación, a la religión. También aquí, la lucha por una posición, por la justicia y, sobre todo, por el amor, por la libertad en definitiva, acaba enfangada en un completo absurdo cósmico donde la casualidad domina a la causalidad. En estas condiciones, la única salida lógica es el suicidio.

De Joaquín Francisco Pacheco (1808-1865), Alfredo, estrenada en marzo de 1835, recurre a la combinación de elementos melodramáticos, como el incesto implícito, con la ambientación histórica de la Sicilia medieval, las cruzadas de fondo y un inocente trovador como protagonista, Alfredo, enamorado de Berta, su supuesta madre. El inexorable destino y las barreras impuestas por las convenciones sociales vuelven a empujar aquí al héroe al suicidio.

El trovador de Antonio García Gutiérrez (1812-1884), exitosamente estrenada en marzo 1836, recurre a innovaciones formales como la alternancia de verso y prosa. La obra es la historia de una venganza, con una heroína angelical y un héroe de incierto status social, enfrentado, por un lado, a las convenciones sociales, en este caso a la hostilidad aristocrática, y, por otro, al correr del tiempo, que actúa sistemáticamente en contra de los enamorados. La escena central, cuando Leonor, a punto de pronunciar sus votos, es raptada por Manrique es toda una declaración de rebeldía en la que lo único verdaderamente sagrado es el amor. Todo se resuelve, como suele ser habitual en una escena de revelación, con el descubrimiento del parentesco de los antagonistas, que antecede a un final necesariamente trágico, en el que el héroe renuncia a la salvación eterna.

El paje, también de Antonio García Gutiérrez se llevó a las tablas en mayo de 1837. En ella se reproducen los malentendidos de parentesco, que hace sobrevolar el tabú del incesto y la anunciada frustración de amores imposibles, sólo resueltos con la muerte. El rey monje, del mismo autor, estrenada en diciembre de 1837, contiene todos los elementos propios de la mezcla, en clave romántica, del lenguaje gótico, el drama histórico, inspirado en este caso en la vida de Ramiro II de Aragón, e incluso de la dramaturgia del Siglo de Oro.

Los Amantes de Teruel, el clásico de Juan Eugenio Hartzenbuch (1806-1880), se estrenó en el 19 de enero de 1837. La primera versión, comenzada en 1834, tuvo que ser ampliamente retocada por su excesivo parecido al Macías de Larra, a pesar de tener otros referentes históricos y literarios. Con todo, se trata posiblemente del más lírico y más irónico de todos los dramas románticos españoles, puesto que, por un lado, en su trama es precisamente el amor lo que imposibilita otro amor y, por otro, los protagonistas, Marsilla e Isabel, mueren de amor sin intervención externa, sin asesinato, ni suicidio; simplemente mueren porque sin amor, no hay vida posible o, mejor, porque en este mundo cruel el amor es imposible.

Carlos II el Hechizado de Antonio Gil y Zárate (1796-1861) tuvo su primera función en noviembre de 1837. La pasión desatada que por Inés siente don Froilán, el confesor del angustiado rey Carlos II, activa un conflicto interior, que es a la vez el origen de su maldad y de su truculento comportamiento. El medio cortesano en que se desarrolla la acción, dominado por conspiraciones e intereses creados, es con toda probabilidad una alegoría de la situación de la monarquía española contemporánea al autor.

El 30 de noviembre de 1837 se llevaba a las tablas Don Fernando el Emplazado, de Bretón de Herreros, situado en Jaén a principios del siglo XIV. El conflicto social, ya habitual, se desata por la negativa de Benavides a otorgar la mano de su hermana Sancha a Pedro Carvajal. Con el enfrentamiento de facciones nobiliares como fondo de la trama, el conflicto personal de Carvajal se plantea entre su amor por Sancha y su lealtad a su familia, enemiga de la de Benavides.


José Maximiano de Zorrilla
A José Zorrilla (1817-1893) se debe la fijación del modelo de drama histórico en su vertiente políticamente más conservadora, basada en un vitalismo optimista, que cuadraba perfectamente, por un lado, con su visión triunfal de la historia de la nación y, por otra, con su destreza versificadora, ligada a la recuperación de obras del Siglo de Oro. Don Juan Tenorio, estrenada en 1844, sintetiza todos esos elementos en un héroe que consigue alcanzar la felicidad a través del amor. Su peripecia vital, en lugar de ser la frustrada pugna contra un destino tan fatídico como cruel, describe la tranquilizadora historia del arrepentimiento de un rebelde sin causa, que acaba plenamente reconciliado con el mundo y con Dios.

Mas panfletaria, y polémica, Españoles sobre todo, de Eusebio Asquerino (1822-1892), estrenada en mayo de 1844, era una denuncia de las maniobras de los gobiernos extranjeros por determinar los designios de la corte española y, a través de ella, los del país, pero en este caso con la Guerra de Sucesión de fondo. A pesar del lenguaje lleno de elementos románticos, Españoles sobre todo no es ya una obra romántica. Ni la relación amorosa ocupa el eje de la trama, ni tampoco el final es infeliz, puesto que todo concluye con un consenso entre facciones rivales, la vuelta a un orden social, que permite a los amados unirse en feliz matrimonio.

OTROS GÉNEROS

La comedia romántica


Al margen del drama histórico se puede reconocer, siguiendo la denominación acuñada por E. Caldera, la comedia romántica. Aunque muy lejos del peso que tuvo el drama, conviene no olvidar, de J. A. Covert-Spring, su obra Teresita o una mujer del siglo XIX (1835), basada en temas de actualidad.

La parodia


Exitosa también fue, desde la década de los años treinta y cuarenta, la parodia de dramas, de la que no se libraron obras como El trovador, Los Amantes de Teruel o Don Juan Tenorio. Mas calado tuvieron, sin embargo, las obras destinadas a criticar de forma más genérica los desvaríos de la pose romántica. Entre ellas, una de las primeras fue Contigo, pan y cebolla, de Eduardo Manuel de Gorostiza (1789-1851), estrenada en julio de 1833, cuando todavía estaban por venir los principales dramas históricos del romanticismo español. En ella queda ridiculizado el idealismo de los jóvenes románticos obnubilados por un amor, que parecía bastar para afrontar cualquier proyecto vital.

Elena, de Manuel Bretón de Herreros (1796-1873), cuya primera función tuvo lugar en octubre de 1834, era también un corrosivo empleo del mismo tipo de elementos propios del drama romántico (amores imposibles, pasiones desatadas, suicidio), pero haciendo que funcionaran de forma inversa a la esperada para así resaltar su absurdo. En El plan de un drama, estrenada en octubre de 1835, pero sobre todo en Muérete y !verás!, escenificada por vez primera en abril de 1837, el mismo Bretón de Herreros trató con un tono totalmente paródico los grandes temas románticos, el amor y la muerte, a la vez que anunciaba los primeros rasgos propios de la alta comedia burguesa.

El teatro sentimental y de espectáculo


Muy popular en el siglo XVIII, no decayó bajo Fernando VII la denominada comedia lacrimosa, que evolucionó desde el sentimentalismo previo hacia un sensualismo romántico más marcado; tampoco lo hizo la comedia de magia, subgénero en el que destacó en 1825 El genio del Azor, de Rafael de Húmara, pero sobre todo, desde 1829, La pata de cabra, la muy exitosa adaptación de Le pied du mouton de Martainville y Ribié, merced a su espectacular puesta en escena, a su humorismo autocrítico y a su hábil fundición de géneros. Siguieron esta línea, dirigida a un público sociológicamente variado e intelectualmente poco exigente, autores consagrados como Manuel Bretón de Herreros en La pluma prodigiosa (1841) o Juan Eugenio Hartzenbuch en La redoma encantada (1839) y en Los polvos de la madre Celestina (1841). Ironía, una moral maniquea y cierto elemento crítico muy atenuado, de corte populista, constituían, junto a la espectacularidad de los montajes, las claves del éxito renovado de este género en las décadas centrales del siglo XIX.

Muy popular fue también la fórmula del drama sentimental, caracterizado por la esquemática caracterización de sus personajes y un sentimentalismo desbordado. Amén de traducciones variadas, se puede destacar algún texto original, caso de La enterrada viva de Eugenio de Tapia.

La aparición en las tablas españolas de melodramas, por influencia francesa, es otra señal del gran grado de aceptación de obras que combinaban el efectismo escenográficos con tramas de feliz desenlace que implicaban a personajes de extracción popular enfrentados a las convenciones sociales.

Las traducciones


Se ha calculado que entre 1830 y 1850 el 60% de obras representadas eran traducciones de autores extranjeros, en especial de E. Scribe, V. Ducange o V. Hugo, por lo general dramones, tragedias sentimentales y vodeviles. Aunque esta práctica, junto a las no menos habituales refundiciones de obras clásicas, tendía a frenar el desarrollo de obras originales, lo cierto es que permitían adquirir el oficio a los dramaturgos principiantes, máxime si se tiene en cuenta que se trataba en realidad de arreglos, a veces verdaderas desfiguraciones, muy adaptados a la moral del momento. Con todo, las traducciones permitían hacer frente a una demanda arrolladora, a la vez que abrían el espectro literario, preparando la sensibilidad del público para enfrentarse al drama romántico.

Las refundiciones de teatro clásico


Superviviente a través de las refundiciones, todavía muy activas en el primer tercio del siglo XIX en la labor de Dionisio Solís y aún después, a pesar de la constante disminución de representaciones, como prueban los casos de Bretón de Herreros o Hartzenbusch, el teatro antiguo, el mismo que acabaría denominado clásico español fue objeto de reelaboraciones empeñadas en corregir los "defectos" formales y adaptar el mensaje a la moral del momento. Las refundiciones permitieron mantener el contacto entre el público y el teatro del Siglo de Oro y fundamentar el intento romántico de generar una dramaturgia genuinamente nacional.

El teatro menor


Se trata de pequeñas piezas en un acto, al modo de sainetes o juguetes cómicos, representadas al principio o el final de la pieza principal, habitualmente intercalada, no se olvide, por composiciones puramente musicales y bailes, ya fueran los tradicionales boleros, fandangos, minués, ya otros más novedosos, como caleseras, mazurcas u otros de tinte regional. De la combinación de estos elementos surgieron fórmulas en auge, como la del teatro andaluz, con obras destacadas salidas de la pluma de Rodríguez Rubí.

Las fiestas públicas


La ceremonial exhibición del poder, ya tuviera que ver con el culto religioso o con acontecimientos de la vida de la familia real, especialmente frecuentes en la etapa fernandina, continuó la tradición de las arquitecturas efímeras y desfiles de carros alegóricos, si bien cada vez más volcados a la propagación de los valores laicos y nacionales de la emergente burguesía. De carácter más popular fueron las fiestas de toros, la pantomima, las marionetas y los novedosos espectáculos ópticos, conectados no poco con el gusto por la literatura gótica, como sucedía con las fantasmagorías, resultado del perfeccionamiento de la linterna mágica.

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